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jueves, 14 de mayo de 2015

"EL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS A CABALLO", DE VELÁZQUEZ

El Príncipe Baltasar Carlos, a caballo. 1635-1636, óleo sobre lienzo, 209 x 173 cm. Al cabo de muchos desengaños, el 17 de octubre de 1629 Felipe IV e Isabel de Borbón fueron padres de un heredero varón, el príncipe Baltasar Carlos. El 7 de marzo de 1632 la nobleza y las Cortes de Castilla tomaron el juramento de lealtad al pequeño príncipe de dos años en el templo madrileño de San Jerónimo. La ceremonia fue ocasión y pretexto para ampliar el cuarto real de San Jerónimo, que en los años siguientes se transformaría en el palacio del Buen Retiro. Velázquez pintó este retrato del joven Baltasar Carlos a caballo para el Salón de Reinos, la gran pieza de ceremonias inaugurada en el Buen Retiro en la primavera de 1635. Esta imagen del príncipe hacía juego con otros cuatro retratos ecuestres de la familia real pintados por Velázquez y ayudantes, los de sus padres y los de sus abuelos Felipe III y Margarita de Austria. Se colocó en el testero oriental del Salón de Reinos, sobre la puerta, con los de Felipe IV e Isabel de Borbón a los lados y un poco más abajo. La disposición de los cuadros sobre la puerta explica el aspecto exageradamente rechoncho del caballo del príncipe; era una pintura destinada a ser vista desde abajo. En su emplazamiento original, y sin las tiras que después se le añadieron para agrandarla, el efecto sería aún más dramático que hoy: caballo y jinete parecerían casi saltar del marco. La posición central de este retrato entre las pinturas que vestían los muros del Salón de Reinos pretendía subrayar uno de los mensajes más importantes del esquema decorativo del Salón, el del triunfo de la dinastía y su continuidad. Aquel niño de seis años llevaba sobre sus hombros las esperanzas de la Casa de Austria y de la Monarquía española. A su alrededor se sucedían en el Salón las representaciones de distintas victorias ganadas bajo el reinado de su padre, y un ciclo de diez pinturas de Zurbarán con la vida y trabajos de Hércules, padre fundador de la dinastía y modelo de virtud física y moral para la instrucción de los príncipes. El retrato en sí, con el caballo y su jinete recortados sobre el fondo de la sierra de Guadarrama, es una brillante muestra de pintura, casi tan fresca como el día en que recibió la última pincelada. Como corresponde a su papel y a las esperanzas depositadas en él, el propio príncipe, con el bastón de mando en la mano y la faja rosa ondeando al viento, es ya un general en pequeño, seguro y dominante a pesar de su tierna edad. Las altas esperanzas puestas en el heredero del trono quedaron amargamente defraudadas. En otros retratos de Velázquez lo vemos crecer; al cumplir catorce años en 1643 alcanzó la mayoría de edad y pasó a tener casa propia. Se le empezó a educar para la sucesión; acompañó a su padre en las jornadas de Aragón en 1645 y por segunda vez en 1646. Pero en el otoño de 1646 cayó enfermo, posiblemente de neumonía, y murió en Zaragoza el 9 de octubre, pocos días antes de cumplir los diecisiete años. De ahí que este brioso retrato resulte aún más conmovedor que cuando se pintó, como la evocación de un futuro que no llegaría a ser.