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jueves, 14 de mayo de 2015

"EL REY FELIPE II", POR ANGUISSOLA

Uno de los muchos retratos que se conservan del rey español, expuesto en el Museo del Prado. (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía.) Ataviado con las habituales vestiduras negras, sombrero alto, y Toisón de Oro sobre el pecho, el Monarca sostiene en su mano izquierda un rosario alusivo a la institución de la Fiesta del Rosario, por el papa Gregorio XIII. Dicha fiesta debía tener lugar cada primer domingo de octubre para conmemorar la Victoria de Lepanto, obtenida el 7 de octubre de 1571 contra los turcos, y celebrando el triunfo de la fe católica. El retrato fue realizado durante el matrimonio de Felipe II con su tercera esposa Isabel de Valois, de quien Sofonisba Anguissola era dama de compañía, al tiempo que iniciaba a esta reina en el arte de la pintura. En 1573 Anguissola cambió la disposición de la mano derecha del Rey, que anteriormente tocaba el Toisón de Oro, para adaptarlo al retrato de Ana de Austria (P01284), cuarta esposa de Felipe II, con el que forma pareja. Fue uno de los cuadros sacados de la Colección Real para el Museo Napoleón de París. Ingresó en el Museo en el año 1827.

"CARLOS V EN LA BATALLA DE MÜLHBERG", POR TIZIANO

Retrato ecuestre del Emperador. (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía.) Emperador Carlos V, a caballo, en Mühlberg, El [Tiziano] 1548, óleo sobre lienzo, 335 x 283 cm [P410]. La pintura conmemora la batalla de Mühlberg, que Carlos V ganó a los príncipes alemanes coaligados en la Liga de Smalkalda, que tuvo lugar el día 24 de abril de 1547. Un año después, en el momento de la reunión de la Dieta Imperial en la ciudad de Augsburgo, Tiziano, allí a instancias de Carlos V, rea­liza esta obra entre el mes de abril y el 1 de septiembre. Este viaje, el primero de los dos que el artista realizó a la ciudad del sur de Alemania, es muy indicativo de la importancia que Tiziano daba a la relación con Carlos V y la corte imperial, ya que son las dos únicas veces que salió de Italia. Llamado por el emperador para que el artista reparara ciertos defectos de un primer retrato póstumo, hoy perdido, de la emperatriz Isabel, su estancia en Augsburgo fue enormemente fructífera, ya que entonces realizó no solo este retrato ecuestre o el conservado de Isabel, sino el del vencido Juan Federico de Sajonia (Kunst­historisches Museum, Viena) y varios retratos más, perdidos en su mayoría, de la familia imperial. La caí­da de la tela cuando estaba siendo puesta a secar provocó su primera restauración, de la que se hizo cargo Christoph Amberger, al servicio de Tiziano. Los desgarros en la parte inferior izquierda producidos por este incidente aún son visibles y fueron especialmente tenidos en cuenta en su última restauración entre los años 2000 y 2001. La pintura fue probablemente encargada por María de Hungría, la hermana de Carlos V, en cuyos inventarios, y no en los del emperador, aparece citada antes de pasar, a su muerte en 1558, a la colección de Felipe II. Desde este momento, la obra se convirtió en una de las pinturas capitales de la colección real española, expuesta habitualmente en el Real Alcázar de Madrid en un lugar tan destacado como el salón nuevo o salón de los espejos. Convertida, al menos desde 1558, en la imagen simbó­lica par excellence de Carlos V, este retrato ecuestre recoge las dos tradiciones representativas más queridas de la corte carolina en torno al emperador. Si, por un lado, la idea de representar a Carlos a caballo nos remite a la del miles christi de tradición cristiana, paulina y erasmiana, y a un modelo formal como la estampa de Alberto Durero El caballero, la muerte y el diablo (1513), por otro, la imagen ecuestre de gran formato y aparato se relaciona con el Retrato ecuestre de Marco Aurelio, único conservado de la Antigüedad clásica y modelo indudable de Tiziano. La obra une, por tanto, las dos antigüedades fundamentales, la cristiana y la clásica, en las que Carlos V pretendía fundamentar no solo su poder político, sino incluso el de la dinastía habsbúrgica. Por otra parte, es evidente que la ausencia de expresión en el rostro de Carlos nos remite a su idea de un emperador estoico y a la imagen propagandística que en ese momento le interesaba desarrollar, que no era otra que la de un personaje pacífico. De esta manera, la pintura ha de ser considerada en estrecha ­relación con la escultura de Leone y Pompeo Leoni, El emperador Carlos V y el Furor (Prado), alegoría, ahora ­escultórica, del personaje como político pacífico, autocontenido y estoico. En este lienzo Tiziano crea el prototipo de retrato ecuestre, de gran influencia posterior, como lo demuestran sus consecuencias a lo largo de los siglos (Rubens, Velázquez, Ranc, Bourdon, Goya), muchas de las cuales pueden verse en el Museo del Prado. El artista no quiso utilizar un lenguaje alegórico, como le recomendó al respecto Pietro Aretino, que le aconsejaba incluir en el mismo las imágenes de la Fe y la Religión, así como la de los enemigos pisoteados por el caballo. Tiziano, sin embargo, se plantea una imagen muy directa del emperador, inspirándose en la crónica oficial de Luis de Ávila y ­Zúñiga, cuyo texto describe el tipo de caballo, las armas utilizadas (el arnés, obra de Helmschmid, se conserva en la Real Armería de Madrid), e incluso la peculiar iluminación atmosférica de la jornada. La utilización del morrión de triple cresta, a la «tudesca», la lanza corta de combate, la pistola de arzón y la ya mencionada media armadura, proporcionan el tono «real» a la pintura, prodigiosa construcción, por tanto, de una imagen a la vez que mitificadora y simbólica, directa y realista. De esta manera, Tiziano utilizó la técnica colorista propia de la pintura veneciana y la aplicó con gran sabiduría a los brillos de la armadura, al rojo y a los reflejos dorados de la gual­drapa del caballo y, sobre todo, a la iluminación y sentido atmosférico del paisaje en el que ha enmarcado al personaje. Especial atención hay que prestar a la realización pictórica de la armadura, en la que los brillos y las sombras no están, de ninguna manera, dados al azar, sino con una gran precisión individualizadora de aquello que está pintando, aun en sus mínimos detalles. La reciente restauración ha puesto en evidencia el cuidado con que Tiziano realizó no solo la figura, sino también este paisaje iluminado por las luces del crepúsculo y en el que, en su parte derecha, se pueden observar las brumas, una pequeña construcción y las ciénagas y estanques que, aún hoy día, son características de la ribera del Elba, donde se libró la batalla. Recordemos que, según las crónicas, fue el paso de este río lo que decidió la victoria de los imperiales y el momento en el que el grabador Enea Vico sitúa la acción de su estampa conmemorativa de la batalla. A esta imagen oficial del acontecimiento, Tiziano opone otra, no menos oficial, pero mucho más simbólica y contundente del emperador, solitario, montando a caballo sobre los campos del Elba. El artista trata de evocar no tanto solo un episodio, sino las implicaciones simbólicas de un personaje. En esta fecha de 1548, después de su estancia en Roma de 1545-1546, Tiziano está dando los primeros pasos de lo que será su última etapa, caracterizada por una acentuación aún mayor de los valores pictóricos y cromáticos sobre los dibujísticos, es decir, la superior importancia del colorito a la veneciana, sobre el ­disegno toscano-romano. Esta característica es muy perceptible en algunas de las pinturas realizadas en esta estancia en Augsburgo, como, por ejemplo, en el retrato de La emperatriz doña Isabel de Portugal (Prado), y en éste del emperador es fácil de observar no ­solo a través del cuidado de los brillos metálicos de la armadura y del cuidado en la definición de las calidades de las telas, sino, sobre todo, en el cuidado con el que ha sido realizado el paisaje y las distintas tonalidades de la luz reflejadas en las nubes y el cielo. Además del incidente de Augsburgo, esta tela sufrió mucho en el incendio del Real Alcázar, así como en su traslado a Ginebra con motivo de la Guerra Civil Española. La restauración rea­lizada en 2000-2001 ha recuperado en buena medida sus calidades originales, a la vez que ha permitido estudiar con detalle el proceso de creación de la obra. Como se puede ­observar en la radiografía realizada, Tiziano colocó la lanza en un primer momento por encima del cuello del caballo y fue variando la posición del rostro del emperador, que fue pensado al inicio esbozando una mirada hacia el exterior. Al final, el artista optó por una postura más de perfil que acentuara ese rasgo inexpresivo y ausente: en realidad, Carlos V mira hacia su propio interior. De igual manera, los estudios técnicos realizados han permitido observar las reparaciones, muchas veces a base de injertos de otras pinturas, que el lienzo sufrió posiblemente en el siglo XVIII tras el incendio del Real Alcázar de 1734.

"LAS HILANDERAS"

Otra muestra de un tema mitológico empleado por Velázquez. Pulse sobre el enlace para ver/escuchar la "Las Hilanderas" (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía) Representación compleja y altamente intelectual del mito clásico de Aracne. Según la fábula narrada por el autor romano Ovidio (Metamorfosis, Libro VI, I), Aracne era una joven lidia (Asia Menor) maestra en el arte de tejer, que retó a Atenea, diosa de la Sabiduría, a superarla en habilidad. Ésta, consciente durante la competición de la supremacía de la mortal y viendo su burla al representar en su tapiz la infidelidad conyugal de su padre Zeus, convirtiéndose en toro y raptando a la ninfa Europa, convirtió a Aracne en araña. El mito aparece representado en dos planos bajo la apariencia de un día cotidiano en la Fábrica de Tapices de Santa Isabel. Al fondo de la escena el rapto de Europa aparece hilado en el tapiz que cuelga de la pared y, ante él Atenea, vestida con armadura, castiga a Aracne. Las mujeres que observan el suceso, y que podríamos confundir con clientas de la fábrica, serían en realidad las jóvenes lidias testigos del momento. En primer término, las hilanderas representarían el desarrollo del concurso. Atenea, hilando en la rueda y Aracne devanando una madeja. Esta obra ha sido interpretada por los estudiosos como una alegoría a la nobleza del arte de la pintura y una afirmación de la supremacía del propio Velázquez. La complejidad iconográfica elevaría la creación pictórica a la altura de otras artes mejor consideradas en el siglo XVII, como la poesía o la música, y las referencias a grandes pintores, como Tiziano y Rubens elevarían a Velázquez a la altura de los grandes genios de la Historia del Arte. Este cuadro fue pintado para don Pedro de Arce, montero Real. Sus dimensiones fueron ampliadas en el alto y en el ancho tras el daño sufrido por la obra en el incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Estuvo en el Palacio del Buen Retiro entre 1734 y 1772, citándose después en los inventarios de 1772 y 1794 del Palacio Real de Madrid. Ingresó en las colecciones del Museo del Prado en 1819.

"LAS MENINAS", DE VELÁZQUEZ

Sin duda, "Las Meninas" (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía),es el cuadro más conocido del genial pintor, y foco de atracción del Museo del Prado, donde se exhibe. Es una de las obras de mayor tamaño de Velázquez y en la que puso un mayor empeño para crear una composición a la vez compleja y creíble, que transmitiera la sensación de vida y realidad, y al mismo tiempo encerrara una densa red de significados. El pintor alcanzó su objetivo y el cuadro se convirtió en la única pintura a la que el tratadista Antonio Palomino dedicó un epígrafe en su historia de los pintores españoles (1724). Lo tituló En que se describe la más ilustre obra de don Diego Velázquez, y desde entonces no ha perdido su estatus de obra maestra. Gracias a Palomino sabemos que se pintó en 1656 en el Cuarto del Príncipe del Alcázar de Madrid, que es el escenario de la acción. El tratadista cordobés también identificó a la mayor parte de los personajes: son servidores palaciegos, que se disponen alrededor de la infanta Margarita, a la que atienden doña María Agustina Sarmiento y doña Isabel de Velasco, meninas de la reina. Además de ese grupo, vemos a Velázquez trabajar ante un gran lienzo, a los enanos Mari Bárbola y Nicolasito Pertusato, que azuza a un mastín, a la dama de honor doña Marcela de Ulloa, junto a un guardadamas, y, al fondo, tras la puerta, asoma José Nieto, aposentador. En el espejo se ven reflejados los rostros de Felipe IV y Mariana de Austria, padres de la infanta y testigos de la escena. Los personajes habitan un espacio modelado no sólo mediante las leyes de la perspectiva científica sino también de la perspectiva aérea, en cuya definición representa un papel importante la multiplicación de las fuentes de luz. Las meninas tiene un significado inmediato accesible a cualquier espectador. Es un retrato de grupo realizado en un espacio concreto y protagonizado por personajes identificables que llevan a cabo acciones comprensibles. Sus valores estéticos son también evidentes: su escenario es uno de los espacios más creíbles que nos ha dejado la pintura occidental; su composición aúna la unidad con la variedad; los detalles de extraordinaria belleza se reparten por toda la superficie pictórica; y el pintor ha dado un paso decisivo en el camino hacia el ilusionismo, que fue una de las metas de la pintura europea de la Edad Moderna, pues ha ido más allá de la transmisión del parecido y ha buscado con éxito la representación de la vida o la animación. Pero, como es habitual en Velázquez, en esta escena en la que la infanta y los servidores interrumpen lo que hacen ante la aparición de los reyes, subyacen numerosos significados, que pertenecen a campos de la experiencia diferentes y que la convierten en una de las obras maestras de la pintura occidental que ha sido objeto de una mayor cantidad y variedad de interpretaciones. Existe, por ejemplo, una reflexión sobre la identidad regia de la infanta, lo que, por extensión llena el cuadro de contenido político. Pero también hay varias referencias importantes de carácter histórico-artístico, que se encarnan en el propio pintor o en los cuadros que cuelgan de la pared del fondo; y la presencia del espejo convierte el cuadro en una reflexión sobre el acto de ver y hace que el espectador se pregunte sobre las leyes de la representación, sobre los límites entre pintura y realidad y sobre su propio papel dentro del cuadro. Esa riqueza y variedad de contenidos, así como la complejidad de su composición y la variedad de las acciones que representa, hacen que Las meninas sea un retrato en el que su autor utiliza estrategias de representación y persigue unos objetivos que desbordan los habituales en ese género y lo acercan a la pintura de historia. En ese sentido, constituye uno de los lugares principales a través de los cuales Velázquez reivindicó las posibilidades del principal género pictórico al que se había dedicado desde que se estableció en la corte en 1623 (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez y la familia de Felipe IV, Museo Nacional del Prado, 2013, p. 126).

"LA REINA MARIANA DE AUSTRIA", DE VELÁZQUEZ

Mariana de Austria (1634-1696) era hija del emperador Fernando III y María de Hungría, y estaba destinada a casarse con su primo el príncipe Baltasar Carlos. Al morir éste se casó en 1649 con su tío Felipe IV. Velázquez realizó este retrato a su vuelta de Italia. En él la compleja indumentaria, el sillón y la cortina subrayan el rango de la retratada, y el reloj de mesa recuerda que la prudencia es una de las virtudes que debe adornar a una reina. La banda que recorre la parte superior del lienzo es una ampliación ajena a Velázquez. Existen tres versiones de este retrato, además de variaciones en las que la reina aparece de medio cuerpo o tres cuartos, lo que convierte ese modelo en la imagen "oficial" de Mariana durante los primeros años de su reinado. Los principales cambios -cuando los hay- afectan a cuestiones relacionadas con el tocado, el cuello y las joyas, pero pervive el tipo de traje y los elementos principales de la composición, con la reina estirando su brazo derecho hacia el respaldo de un sillón mientras sostiene con la mano izquierda un pañuelo, y con el reloj de mesa que se muestra al fondo. Aunque todas estas versiones comparten rasgos estilísticos comunes, y en ellas prevalecen los valores del color frente a los del dibujo, su nivel de calidad es desigual. Es muy probable que en la repetición de modelos influyera que la reina se encontraba a gusto con esa imagen; pero también hay que ponerlo en relación con la realidad de un artista que en esos años se mostraba un tanto renuente y que desde hacía tres décadas estaba acostumbrado a resolver en términos de "taller" buena parte de sus obligaciones como retratista cortesano. Eso explica que la mayor parte de los retratos de Mariana y de Felipe IV de ese momento tengan un carácter seriado. De entre esas tres versiones de cuerpo entero, la de mayor calidad es la del Prado, cuyo examen técnico revela varios cambios que permiten asistir al proceso creativo del pintor. Esta obra marca un hito en la evolución de Velázquez como retratista cortesano. Desde el punto de vista cromático, el retrato de Mariana es uno de los más variados a los que se había enfrentado Velázquez y una de las obras en las que demostró mejor su capacidad para armonizar tonos muy dispares, pues se combinan los negros, grises, plata y rojos. Estos últimos, de una gran variedad, se concentran en el bufete, la cortina y la tapicería del sillón, aparecen también en el tocado y las muñecas de la reina y con su viveza son elementos esenciales en la organización del cuadro. Aunque la obra está organizada con una escritura muy liberal, el efecto general es de una gran densidad cromática, cuyo precedente más importante es el retrato de Inocencio X (Texto extractado de Portús, J.: Velázquez y la familia de Felipe IV, Museo Nacional del Prado, 2013, pp. 108-110).

"UN BUFÓN", DE VELÁZQUEZ

Además de personajes ilustres de la Corte madrileña, Velázquez, como retratista, también eligió bufones para sus obras.
Don Sebastián de Morra fue servidor en Flandes del cardenal infante don Fernando. Al regresar a España en 1643 entró al servicio del príncipe Baltasar Carlos, muriendo en octubre de 1649. Se sabe que el Príncipe llegó a apreciarle y de ello dejó pruebas en su testamento, en el que le legó varios objetos suntuarios. Velázquez juega con el contraste entre la expresión seria y reflexiva del enano y su deformidad física, casi infantil. El pintor pretende así reflexionar sobre la condición humana. La obra muestra la capacidad de Velázquez para captar la seriedad y la honda expresión de tristeza del enano, recalcando el sentimiento solidario del pintor ante el sufrimiento ajeno.

"EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES", POR VELÁZQUEZ

Retrato ecuestre del todopoderoso valido de Felipe IV.
El valido de Felipe IV se muestra con media armadura, sombrero, banda y bengala de general, remarcando su condición de jefe de los ejércitos españoles. Al fondo de un amplio paisaje, la humareda alude a una batalla. Se trata de un retrato eminentemente propagandístico. Olivares está representado a caballo y en corveta, posición reservada tradicionalmente a los más poderosos, símbolo evidente de poder y de mando. La agitación del caballo contrasta con la figura, que vuelve su arrogante mirada hacia el espectador. El detalle de la cartela en blanco del ángulo inferior, marca inevitablemente la autoría de Velázquez. Así como la utilización de colores cálidos aplicados en largas pinceladas, rápidas y compactas, formando grandes manchas de color. La composición deriva de un grabado de Antonio Tempesta que representaba a Julio Cesar, muy utilizado por los pintores del Barroco. Permaneció en manos privadas hasta que Carlos III lo adquirió en la venta de los bienes del marqués de la Ensenada en 1769.

"EL PRÍNCIPE BALTASAR CARLOS A CABALLO", DE VELÁZQUEZ

El Príncipe Baltasar Carlos, a caballo. 1635-1636, óleo sobre lienzo, 209 x 173 cm. Al cabo de muchos desengaños, el 17 de octubre de 1629 Felipe IV e Isabel de Borbón fueron padres de un heredero varón, el príncipe Baltasar Carlos. El 7 de marzo de 1632 la nobleza y las Cortes de Castilla tomaron el juramento de lealtad al pequeño príncipe de dos años en el templo madrileño de San Jerónimo. La ceremonia fue ocasión y pretexto para ampliar el cuarto real de San Jerónimo, que en los años siguientes se transformaría en el palacio del Buen Retiro. Velázquez pintó este retrato del joven Baltasar Carlos a caballo para el Salón de Reinos, la gran pieza de ceremonias inaugurada en el Buen Retiro en la primavera de 1635. Esta imagen del príncipe hacía juego con otros cuatro retratos ecuestres de la familia real pintados por Velázquez y ayudantes, los de sus padres y los de sus abuelos Felipe III y Margarita de Austria. Se colocó en el testero oriental del Salón de Reinos, sobre la puerta, con los de Felipe IV e Isabel de Borbón a los lados y un poco más abajo. La disposición de los cuadros sobre la puerta explica el aspecto exageradamente rechoncho del caballo del príncipe; era una pintura destinada a ser vista desde abajo. En su emplazamiento original, y sin las tiras que después se le añadieron para agrandarla, el efecto sería aún más dramático que hoy: caballo y jinete parecerían casi saltar del marco. La posición central de este retrato entre las pinturas que vestían los muros del Salón de Reinos pretendía subrayar uno de los mensajes más importantes del esquema decorativo del Salón, el del triunfo de la dinastía y su continuidad. Aquel niño de seis años llevaba sobre sus hombros las esperanzas de la Casa de Austria y de la Monarquía española. A su alrededor se sucedían en el Salón las representaciones de distintas victorias ganadas bajo el reinado de su padre, y un ciclo de diez pinturas de Zurbarán con la vida y trabajos de Hércules, padre fundador de la dinastía y modelo de virtud física y moral para la instrucción de los príncipes. El retrato en sí, con el caballo y su jinete recortados sobre el fondo de la sierra de Guadarrama, es una brillante muestra de pintura, casi tan fresca como el día en que recibió la última pincelada. Como corresponde a su papel y a las esperanzas depositadas en él, el propio príncipe, con el bastón de mando en la mano y la faja rosa ondeando al viento, es ya un general en pequeño, seguro y dominante a pesar de su tierna edad. Las altas esperanzas puestas en el heredero del trono quedaron amargamente defraudadas. En otros retratos de Velázquez lo vemos crecer; al cumplir catorce años en 1643 alcanzó la mayoría de edad y pasó a tener casa propia. Se le empezó a educar para la sucesión; acompañó a su padre en las jornadas de Aragón en 1645 y por segunda vez en 1646. Pero en el otoño de 1646 cayó enfermo, posiblemente de neumonía, y murió en Zaragoza el 9 de octubre, pocos días antes de cumplir los diecisiete años. De ahí que este brioso retrato resulte aún más conmovedor que cuando se pintó, como la evocación de un futuro que no llegaría a ser.

miércoles, 13 de mayo de 2015

"FELIPE IV, A CABALLO", POR VELÁZQUEZ

Retrato ecuestre del rey, a quien Velázquez retrató en varias ocasiones.
Hijo de Felipe III (1578 - 1621) y Margarita de Austria (1584 - 1611), nace en 1605 y muere en 1665. Considerada completamente de mano de Velázquez, el artista presenta una reflexión personal sobre un género de gran prestigio en ambientes áulicos: el retrato ecuestre. Es muy probable que a la hora de realizarlo el pintor tuviera en cuenta los ejemplos de Tiziano Carlos V en la batalla de Mühlberg (P00410) y Rubens. Velázquez huye de toda retórica y se concentra en transmitir lo esencial: la imagen del Rey armado como general, que domina seguro los ímpetus de su caballo en corveta y que es, por tanto, capaz de llevar con mano firme las riendas de su Estado y de su propio carácter. Su postura erguida y su gesto firme contribuyen a aumentar la sensación de majestad. Prueba del cuidado que el artista puso en la elaboración del retrato son las correcciones -pentimenti- que se observan en la cabeza, busto y pierna del Rey y en las patas traseras y cola del caballo. Este lienzo fue pintado para uno de los extremos menores del Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro en Madrid, como pareja de La reina Isabel de Borbón, a caballo (P01179). Aparece citado desde 1734 hasta 1814 en los inventarios del Palacio Real de Madrid, ingresando en las colecciones del Museo del Prado en 1819.

"CRISTO CRUCIFICADO", DE VELÁZQUEZ

Audioguía (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía) de la obra del pintor. Representación serena de un Cristo inerte, apolíneo en sus proporciones y clavado con cuatro clavos, según aconseja el maestro y suegro del pintor, Francisco Pacheco, que pinta en 1614 de modo semejante el mismo tema. Al apoyar los pies en un subpedáneo y eliminarse cualquier referencia espacial, se acentúa la sensación de soledad, silencio y reposo, frente a la idea de tormento de la Pasión. Las influencias de la escultura grecorromana en la anatomía de Cristo apuntan a su realización en los primeros años del regreso de Velázquez de su primer viaje a Italia, hacia 1631-32. El cuadro procede de la sacristía del convento madrileño de monjas benedictinas de la Encarnación de San Plácido. La leyenda dice que es pintado a instancias de Felipe IV para expiar su enamoramiento sacrílego de una joven religiosa.

"LA FRAGUA DE VULCANO", DE VELÁZQUEZ

Otro gran ejemplo de la pintura (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar esta audioguía), del maestro sevillano, que puede contemplarse en el Museo del Prado. El dios Apolo, coronado de laurel y vestido con túnica anaranjada, entra en la fragua de Vulcano para avisarle del adulterio de su esposa Venus, diosa de la belleza, con Marte, dios de la guerra. Apolo, dios de la poesía y de la música, conocedor de la verdad representa la superioridad de las Artes frente a la Artesanía, representada en Vulcano, dios romano del fuego y protector de los herreros. Esta obra, ideada totalmente por Velázquez sin mediación de encargo alguno, encierra una alabanza a su profesión de artista elevando la pintura al nivel de la poesía y la música, y distanciándola de la práctica artesana. Destacan en esta obra, realizada en Roma durante el primer viaje de Velázquez a Italia, las referencias a la estatuaria grecorromana en el tratamiento de los desnudos y al barroco clasicista italiano. La composición está basada, aunque ampliamente modificada, en un grabado de Antonio Tempesta. Este lienzo fue adquirido por Felipe IV en 1634, citándose en el inventario de 1701 del Palacio del Buen Retiro, y en los inventarios de 1772 y 1794 del Palacio Real de Madrid. Ingresó en 1819 en el Museo del Prado.

"LOS BORRACHOS", DE VELÁZQUEZ

Enlace para ver el cuadro "Baco" o "Los borrachos" (pulsar sobre el enlace para ver y escuchar la audioguía), del genial pintor del siglo de Oro, comentado. El dios del vino, sentado en un tonel, semidesnudo y tocado con hojas de vid, corona a un joven soldado rodeado de un grupo de bebedores. El tratamiento del tema se aleja de la tradición ennoblecedora del mito, en una reinterpretación naturalista no exenta de paradoja entre la gravedad casi ritual de las figuras de la izquierda y la ironía picaresca y el realismo del grupo de la derecha. Estilísticamente la obra conserva el gusto naturalista de su etapa sevillana, junto con la influencia colorista que Velázquez asimila de la obra de Rubens y la pintura veneciana del siglo XVI. En 1629 Velázquez recibe, según cédula real, cien ducados en pago por su primera pintura mitológica. En ella desarrolla un discurso pictórico sobre las bondades del vino y su capacidad para consolar a las gentes de las penalidades de la vida diaria.

"RETRATO DE FELIPE IV", POR VELÁZQUEZ

Es un ejemplo extraordinario de la azarosa vida de muchos retratos reales durante el Siglo de Oro, y demuestra hasta qué punto estas pinturas, lejos de ser obras de arte inmodificables, eran objetos que cumplían una función representativa y que, consecuentemente, podían ser alterados en función de los diferentes usos a los que estaban destinados. Representa al rey Felipe IV (1605-1665) a mitad de la década de 1620, cuando tenía poco más de veinte años. Lo vemos de busto, en una imagen en la que se subrayan sus responsabilidades militares, pues se cubre con una armadura, y una banda carmesí de general le cruza el pecho. La composición resulta algo anómala en su mitad inferior, con el tronco del personaje excesivamente constreñido por su marco, lo que crea problemas de lectura figurativa. Se trata de algo insólito en Velázquez, que se mostró siempre extraordinariamente hábil para encajar a sus modelos en el espacio pictórico. La explicación de esas anomalías hay que buscarla en el hecho de que se trata de un fragmento de un cuadro mayor, según ha revelado el estudio de sus características técnicas. Basándose en ese dato y en la pose del modelo, en ocasiones se ha pensado que podría ser un fragmento de un famoso retrato ecuestre de Felipe IV que realizó Velázquez en los primeros años de su estancia en la corte y del que sólo nos queda mención literaria. No hay ninguna prueba sólida que confirme esa hipótesis; y, por otra parte, la pose es similar a la de otros retratos de Velázquez que nunca fueron ecuestres. Guarda muchas relaciones con el retrato del Duque de Módena (Módena, Galleria e Museo Estense), a quien vemos igualmente armado, con banda roja en el pecho, y de medio perfil. Desde el punto de vista de su escritura pictórica llaman la atención las grandes diferencias que existen entre la cabeza y la zona inferior. Aquélla está realizada con una técnica más precisa, y sus volúmenes y accidentes se encuentran minuciosamente modelados por la luz. Esa morosidad descriptiva se extiende al cabello, que, al igual que los ojos, la nariz o la boca, está muy perfilado. Por el contrario, tanto el metal como el tejido han sido descritos de una manera mucho más libre, a base de destellos de luz y de golpes de color, que constituyen uno de los primeros ejemplos de lo que sería la técnica más inequívocamente velazqueña. Esas diferencias estilísticas se encuentran en algunas otras obras tempranas del pintor, como Demócrito (Ruán, Musée des Beaux-Arts), y han hecho que muchos historiadores se hayan planteado la posibilidad de que el cuadro sea producto de dos momentos diferentes. Su primer estado dataría de hacia 1625, y a él pertenecería el rostro, que está construido de manera similar al de los primeros retratos de Felipe IV. Ese rostro, según muestra la radiografía, fue muy trabajado. Se ha aventurado incluso la hipótesis de que es la obra en la que está basado el retrato de pie del Museo del Prado (P1182). La banda y la armadura podrían datar de un momento posterior, a juzgar por las ya comentadas diferencias estilísticas. Con ello se construyó una obra que de alguna manera complementaba los primeros retratos de Felipe IV a los que hemos hecho referencia, pues es el primer retrato de Felipe IV realizado por Velázquez que ha llegado hasta nosotros en el que el énfasis iconográfico está puesto en las responsabilidades militares del monarca y no en su faceta de administrador (Texto extractado de Portús, J. en: El retrato español en el Prado. Del Greco a Goya, Museo Nacional del Prado, 2006, p. 94).

"LA RENDICIÓN DE BREDA", DE VELÁZQUEZ

Aquí puedes ver el famoso cuadro del museo del Prado y escuchar un comentario sobre el mismo. Ambrosio Spínola, general genovés al mando de los tercios de Flandes, recibe del gobernador holandés, Justino de Nassau, las llaves de la ciudad de Breda, rendida tras un largo asedio. El hecho, acaecido el 5 de junio de 1625, se consideró en su momento un episodio clave de la larga guerra que mantuvieron los españoles para evitar la independencia holandesa. La obra, con clara finalidad de propaganda política, insiste en el concepto de clemencia de la monarquía hispánica. A diferencia de otros cuadros de historia contemporánea, Velázquez no se recrea en la victoria, y la batalla tan solo está presente en el fondo humeante. El pintor centra la atención en el primer plano en el que se desarrolla no tanto el final de la guerra como el principio de la paz. El cuadro es una excelente muestra del dominio de todos los recursos pictóricos por parte del autor: habilidad para introducir la atmósfera, la luz y el paisaje en sus lienzos, maestría retratística y conocimiento profundo de la perspectiva aérea.